04:54 GMT - Thursday, 13 March, 2025

50 días de Trump: así ha trastocado al mundo el presidente de EE. UU.

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En un lapso de solo 50 días, el presidente Donald Trump ha hecho más que cualquiera de sus predecesores modernos para socavar los cimientos de un sistema internacional que Estados Unidos erigió laboriosamente en los 80 años transcurridos desde que salió victorioso de la Segunda Guerra Mundial.

Sin declarar formalmente un cambio de rumbo ni ofrecer una justificación estratégica, ha empujado a Estados Unidos a cambiar de bando en la guerra de Ucrania, abandonando todo discurso sobre ayudar a una democracia naciente e imperfecta a defender sus fronteras contra un invasor más grande. No dudó cuando ordenó a Estados Unidos que votara junto a Rusia y Corea del Norte —y en contra de prácticamente todos los aliados tradicionales de Estados Unidos— para derrotar una resolución de la ONU que identificaba a Moscú como el agresor. Sus amenazas de tomar el control del Canal de Panamá, Groenlandia, Gaza y, lo que es más increíble, Canadá, suenan depredadoras, incluida su afirmación del martes de que la frontera con el aliado del norte de Estados Unidos es una “línea artificial de separación”.

Impidió a Ucrania el acceso a las armas e incluso a las imágenes comerciales estadounidenses por satélite, en parte por su enfado en el Despacho Oval con el presidente Volodímir Zelenski, pero sobre todo porque el presidente ucraniano insiste en que se le garantice que Occidente acudirá en ayuda de su país si Rusia se reconstruye y vuelve a invadirlo.

Trump ha impuesto aranceles a sus aliados tras describirlos como sanguijuelas de la economía estadounidense. Y ha dañado tanto la confianza entre los aliados de la OTAN que Francia está debatiendo extender el pequeño paraguas nuclear de su país sobre Europa y Polonia está pensando en construir su propia arma atómica. Ambos temen que ya no se pueda contar con Estados Unidos para que actúe como máximo defensor de la alianza, un papel fundamental que creó para sí mismo cuando se redactó el tratado de la OTAN.

Nadie sabe hasta qué punto Trump conseguirá hacer pedazos lo que han construido todos los presidentes estadounidenses desde Harry Truman, una era de creación de instituciones que el secretario de Estado de Truman recordó en un libro titulado Present at the Creation. Vivir en Washington estos días es sentirse como si uno estuviera presente en la destrucción.

Podrían pasar cuatro años o más antes de que sepamos si estos cambios son permanentes o si los guardianes del viejo sistema se guarecerán, como los soldados que tratan de sobrevivir en las trincheras de Donbás. Para entonces, puede que los aliados occidentales hayan dejado atrás un sistema centrado en Estados Unidos.

O, como dijo recientemente de Trump Joseph S. Nye Jr., el politólogo conocido por su trabajo sobre la naturaleza del poder blando: “Está tan obsesionado con el problema de los polizones que olvida que a Estados Unidos le ha interesado conducir el autobús”.

Pero quizá lo más notable sea que Trump está erosionando el viejo orden sin describir nunca el sistema con el que prevé sustituirlo. Sus acciones sugieren que se siente más cómodo en el mundo decimonónico de la política de las grandes potencias, donde él, el presidente Vladimir Putin de Rusia y el presidente Xi Jinping de China, negocian entre ellos y dejan que las potencias menores se ajusten.

Trump ya está adjudicándose éxitos. Para sus defensores, el hecho de que Ucrania aceptara el martes una propuesta de alto al fuego temporal, que Rusia aún no ha aceptado, parece demostrar que el uso que hizo Trump de su influencia sobre Zelenski valió la pena. Pero es posible que los historiadores determinen que esos 50 días fueron críticos por razones que poco tenían que ver con Ucrania.

“El gran debate ahora es si se trata de un movimiento táctico para remodelar nuestra política exterior o de una revolución”, dijo R. Nicholas Burns, embajador estadounidense en China bajo la presidencia de Joe Biden y en la OTAN bajo la presidencia de George W. Bush.

“He llegado a pensar que es una revolución”, dijo. “Cuando se vota con Corea del Norte e Irán contra los aliados de la OTAN, cuando no se hace frente a la agresión rusa, cuando se amenaza con tomar el territorio de sus aliados, algo ha cambiado fundamentalmente. Hay una ruptura de la confianza con los aliados que quizá nunca podamos reparar”.

En retrospectiva, la primera señal de que el enfoque de Trump hacia el mundo iba a ser radicalmente distinto del que aplicó en el primer mandato se produjo una fría mañana de principios de enero en su club Mar-a-Lago de Florida.

Durante semanas había sonado cada vez más marcial sobre la necesidad de que Estados Unidos controlara Groenlandia, por su riqueza mineral y su situación estratégica cerca de las aguas árticas que utilizan Rusia y China. Aceleró sus exigencias de acceso al canal de Panamá y siguió repitiendo la necesidad de que Canadá se convirtiera en un estado 51, hasta que quedó claro que no estaba bromeando.

En una conferencia de prensa celebrada el 7 de enero, dos semanas antes de su toma de posesión, le preguntaron si descartaría utilizar la coacción militar o económica para lograr sus objetivos en Groenlandia o Canadá. “No voy a comprometerme a ello”, dijo. “Puede que haya que hacer algo”.

Fue una amenaza sorprendente. Un presidente entrante había amenazado con utilizar el mayor ejército del mundo contra un aliado de la OTAN. Algunos lo tomaron como una bravuconada de Trump. Pero en su toma de posesión, redobló la apuesta. Dijo que el mundo dejaría de aprovecharse de la generosidad de Estados Unidos y de la seguridad que ofrecía a sus aliados. Habló de un Estados Unidos que “perseguirá nuestro destino manifiesto”, un llamamiento de la década de 1890, y elogió a William McKinley, el presidente amante de los aranceles que tomó Filipinas en la guerra hispano-estadounidense. Y habló de crear un “Servicio de Impuestos Externos” para “gravar con aranceles e impuestos a los países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos”.

“Nada se interpondrá en nuestro camino”, declaró. Y nada lo ha hecho.

El intento de desmantelar la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, creada por el presidente John F. Kennedy como parte de la vanguardia del poder blando estadounidense, duró solo unas semanas; el principal argumento que se debate en los tribunales es si el gobierno tiene que pagar a los contratistas 2000 millones de dólares por trabajos ya realizados. Trump y Elon Musk, quien encabeza el encargo de rehacer el gobierno, reconocieron que la ayuda exterior es tan ridiculizada por el movimiento MAGA (sigla en inglés del eslogan político “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”) como un semillero de valores liberales y corrupción que la agencia era un primer blanco fácil.

Sabían que desmantelarla también infundiría miedo en los corazones de los empleados públicos, quienes se darían cuenta de que ellos podrían ser los siguientes. Grupos que realizan un trabajo similar y que en su día fueron alabados por los republicanos —como el Instituto Estadounidense para la Paz y la Fundación Nacional para la Democracia— están en peligro de muerte.

El mayor cambio estaba aún por llegar: Ucrania.

Durante tres años, los demócratas y la mayoría de los republicanos habían observado la guerra en gran medida a través de la lente de la política exterior estadounidense tradicional. Correspondía a Estados Unidos defender a una democracia en apuros que había sido invadida ilegalmente por una potencia más grande que buscaba su territorio.

Pero ahora, como presidente, Trump llamó “dictador” a Zelenski, mientras se negaba a decir lo mismo de Putin. Justificó su negativa a calificar a Rusia de agresor en la guerra como una medida necesaria para actuar como mediador neutral. Después, en su primer viaje a Europa, su secretario de Defensa, Pete Hegseth, declaró que Estados Unidos nunca aceptaría la admisión de Ucrania en la alianza de la OTAN, y dijo que tendría que renunciar al territorio que había perdido por la agresión rusa.

Con la bendición de Trump, habían dado a Putin dos de sus exigencias por adelantado, al tiempo que dejaban claro que si Ucrania quería una garantía de seguridad, debía hablar con sus vecinos europeos, pero Estados Unidos no participaría. El otro día, Trump dijo que le resultaba más fácil tratar con Rusia que con Ucrania.

“Ha dado un giro de 180 grados a la política estadounidense sobre la guerra ruso-ucraniana”, dijo John R. Bolton, el tercer asesor de seguridad nacional de Trump, y quizá el más resentido. “Trump ahora está del lado del invasor”.

Pero Europa se ha atrincherado más con los ucranianos, separando esencialmente la mayor potencia de la OTAN de casi todos sus otros 31 miembros. Desde la crisis de Suez en 1956 —cuando Francia, Reino Unido e Israel invadieron Egipto—, Estados Unidos no se había encontrado en el otro lado de un conflicto de sus aliados más cercanos. Pero esta ruptura ha sido más profunda, y más fundamental.

Un funcionario europeo de alto rango dijo poco después de la Conferencia de Seguridad de Múnich del mes pasado que estaba claro que la verdadera agenda de Trump era simplemente conseguir un alto al fuego —cualquier alto al fuego— y luego “normalizar la relación con los rusos”.

La perspectiva preocupó tanto a los funcionarios europeos, quienes creen que podrían ser los siguientes en la mira de Rusia, que Friedrich Merz, promotor desde hace tiempo de la alianza transatlántica y quien está a punto de convertirse en el próximo canciller de Alemania, declaró la noche de las elecciones alemanas que su “prioridad absoluta” sería “alcanzar una independencia de Estados Unidos”.

“Nunca pensé que tendría que decir algo así”, dijo, pero había llegado a la conclusión de que el nuevo gobierno era “en gran medida indiferente al destino de Europa”.

Quizá una de las razones por las que la revolución de Trump ha tomado al mundo por sorpresa es que muchos estadounidenses, y aliados de este país, pensaban que el comportamiento de Trump en el segundo mandato imitaría aproximadamente lo que hizo en el primero.

Pensaban que se ceñiría en gran medida a la estrategia de seguridad nacional publicada en su primer mandato, que agrupaba a China y Rusia como potencias “revisionistas” que están “decididas a hacer que las economías sean menos libres y menos justas, a hacer crecer sus ejércitos y a controlar la información y los datos para reprimir a sus sociedades y ampliar su influencia”.

Al leerlo hoy, ese documento parece proceder de otra época. Bolton sostiene que Trump “no tiene una filosofía ni una gran estrategia de seguridad nacional”.

“No hace ‘política’, sino una serie de relaciones personales”.

Ahora sus ayudantes se esfuerzan, con poco éxito, por imponer una lógica a todo ello.

El secretario de Estado Marco Rubio, un partidario clásico de la línea dura con Rusia antes de ocupar su cargo actual, sugirió que Trump estaba intentando apartar a Rusia de su creciente asociación con China. No hay pruebas de que eso esté funcionando.

Otros miembros del equipo de seguridad nacional de Trump han hablado de una “Doctrina Monroe 2.0”. Eso sugiere un mundo en el que Estados Unidos, China, Rusia y quizá Arabia Saudita asuman la responsabilidad de sus distintas esferas de influencia. Alex Younger, exjefe del MI6, la agencia de espionaje británica, dijo en una entrevista a la BBC que le recordaba a la Conferencia de Yalta —la reunión de Roosevelt, Churchill y Stalin en 1945—, en la que “los países fuertes decidieron el destino de los países pequeños”.

“Ese es el mundo al que vamos”, predijo, y añadió: “No creo que volvamos al que teníamos antes”.

Por supuesto, un acuerdo así ha sido durante mucho tiempo un sueño de Putin, porque elevaría el poder de su Estado, económicamente en declive. Pero como dijo Dmitri Medvédev, expresidente ruso, en las redes sociales el otro día: “Si me hubieran dicho hace solo tres meses que estas eran las palabras del presidente estadounidense, me habría reído a carcajadas”.

David E. Sanger cubre el gobierno de Trump y una serie de temas de seguridad nacional. Ha sido periodista del Times durante más de cuatro décadas y ha escrito cuatro libros sobre política exterior y los desafíos a la seguridad nacional estadounidense. Más de David E. Sanger

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