Cuando los primeros autobuses de migrantes recién liberados llegaron este mes a Ciudad de Panamá, procedentes de un campo de detención situado en el borde de la selva, tres personas estaban visiblemente enfermas. Una necesitaba tratamiento para el VIH, dijo un abogado, otra se había quedado sin insulina y una tercera sufría convulsiones.
Reinaban la confusión, el caos y el miedo. “¿Qué voy a hacer?”, se preguntaba en voz alta un migrante. “¿Adónde voy a ir?”.
Estas son preguntas que se hacen decenas de migrantes deportados a Panamá el mes pasado por el gobierno de Donald Trump, como parte de los amplios esfuerzos del presidente para expulsar a millones de personas de Estados Unidos.
Al principio, los funcionarios panameños habían encerrado al grupo de unas 300 personas en un hotel. Luego, los que no aceptaron la repatriación a sus países de origen fueron enviados a un campamento vigilado en el borde de una selva. Finalmente, tras una demanda y la protesta de organizaciones de derechos humanos, las autoridades panameñas liberaron a los deportados y los enviaron en autobús de vuelta a Ciudad de Panamá.
Ahora, los migrantes que quedan —procedentes de Irán, Afganistán, Camerún, Etiopía, Uzbekistán y otros países— están libres pero varados en una nación que no los quiere, muchos durmiendo en el gimnasio de una escuela puesto a su disposición por un grupo de ayuda, sin saber muy bien qué hacer a continuación.
Entrevistas con 25 de los deportados ofrecen una visión reveladora de a quién está expulsando el gobierno de Trump de Estados Unidos y qué les sucede una vez que llegan a Centroamérica.
La región ha emergido como un engranaje clave en la maquinaria de deportación que el presidente Donald Trump está tratando de poner en marcha.
Pero la decisión de Washington de enviar migrantes de todo el mundo a Centroamérica también ha planteado cuestiones jurídicas, ha puesto a prueba a gobiernos que aparentemente no están preparados para recibir migrantes y ha dejado a personas varadas en naciones donde no tienen redes de apoyo ni una situación legal a largo plazo.
La mayoría de los migrantes en Panamá afirmaron que cuando llegaron a Estados Unidos dijeron a los funcionarios que temían regresar a sus países, pero nunca se les dio la oportunidad de pedir asilo formalmente.
Una portavoz del Departamento de Seguridad Nacional, Tricia McLaughlin, dijo en un correo electrónico que los migrantes habían sido “expulsados adecuadamente” de Estados Unidos. Añadió que “ni uno solo de estos extranjeros afirmó temor a regresar a su país de origen en ningún momento durante el procesamiento o la custodia”.
“El gobierno estadounidense coordinó para que el bienestar de estos extranjeros también fuera gestionado por grupos humanitarios en Panamá”, dijo.
Desde que asumió el cargo, Trump ha enviado a cientos de migrantes de todo el mundo a Panamá, Costa Rica y El Salvador, aunque no está claro si el gobierno estadounidense planea seguir haciéndolo.
“Si van a haber más aviones o no de los Estados Unidos, sinceramente no lo sé”, dijo este mes el presidente de Panamá, Raúl Mulino. “Yo no tengo mucha disposición a hacerlo porque nos dejan con el problema”.
Entre los que ahora se encuentran varados en Panamá está Hedayatullah Zazai, un hombre de 34 años que dijo haber servido como oficial en el ejército afgano, trabajando junto a las fuerzas especiales de Estados Unidos y consultores estadounidenses. Después de que los talibanes se hicieran con el poder, huyó a Pakistán, luego a Irán, voló a Brasil y recorrió a pie Sudamérica y Centroamérica para llegar a la frontera estadounidense.
Entre los deportados también hay cristianos iraníes que afirmaron estar amenazados en su país, y varias mujeres afganas de la minoría étnica hazara que dicen sufrir persecución bajo el régimen talibán.
Otra de las deportadas es Simegnat, de 37 años, una mujer amara que viajaba sola desde Etiopía y que dijo haber sido perseguida por su gobierno porque su origen étnico hizo sospechar a las autoridades que colaboraba con un grupo rebelde. Dijo que huyó después de que incendiaran su casa, mataran a su padre y a su hermano y la policía le dijera que ella sería la siguiente.
“Yo no era una persona que quería huir de mi país”, dijo. “Tenía un restaurante y una buena vida”.
“Somos humanos, pero no tenemos dónde vivir”, dijo, refiriéndose al pueblo amara.
Ella y otros migrantes, temiendo por la seguridad de sus familiares en sus países de origen, pidieron no ser identificados por sus nombres completos.
La mayoría de los migrantes describieron haber cruzado la frontera entre México y Estados Unidos a principios de este año, haber permanecido detenidos unas dos semanas, haber sido encadenados por funcionarios estadounidenses y embarcados en un avión con destino desconocido. Algunos dijeron que les habían dicho que se dirigían de California a Texas; la mayoría afirmó que nunca se les dio la oportunidad de pedir formalmente asilo.
Una mujer afgana de 19 años dijo que las autoridades estadounidenses habían permitido a sus padres y cinco hermanos menores cruzar la frontera con Estados Unidos. Al ser la única hija mayor de 18 años, la separaron de ellos, la detuvieron y la llevaron en avión a Panamá.
Algunos dijeron que debían cientos o miles de dólares a personas que les ayudaron a financiar sus viajes.
“Si vuelvo a Etiopía sin su dinero”, dijo Simegnat, “me matarían”.
Panamá ha concedido a los deportados permisos de 30 días que les permiten permanecer en el país por el momento y les ha dado la opción de ampliar su estancia a 90 días.
Aunque Panamá cuenta con un programa de asilo, los migrantes han recibido mensajes contradictorios sobre la probabilidad de recibir protección legal a largo plazo en el país.
Otra opción es que encuentren otro país que los acoja. Pero eso requeriría un esfuerzo legal caso por caso, dijo Silvia Serna, abogada que forma parte del equipo que presentó una demanda que calificó de ilegal la detención de los migrantes por parte de Panamá en el hotel y en el campo fronterizo.
Serna dijo que había estado entrevistando a los migrantes para ver qué ayuda podía ofrecerles su equipo, pero advirtió que podría ser muy difícil para la gente encontrar países que los recibieran.
En las entrevistas, tres de los iraníes deportados dijeron que planeaban dar media vuelta y regresar a Estados Unidos y que ya estaban negociando con un coyote. Un cuarto ya había partido hacia la frontera estadounidense.
Una de ellas es Negin, de 24 años, que se identificó como una mujer gay de Irán, donde las personas abiertamente homosexuales se enfrentan a la persecución del gobierno. “Al menos si me quedo de brazos cruzados por largo rato”, dijo, “estaré dentro de un campo de detención estadounidense y en suelo estadounidense”.
El coyote le ofreció a una mujer un precio de 5000 dólares por cruzar la frontera entre Estados Unidos y México en Tijuana, y 8000 dólares por conseguirle un visado y embarcarla en un avión con destino a Canadá.
Por ahora, la mayor parte del grupo se aloja en el gimnasio de una escuela convertido en refugio a las afueras de Ciudad de Panamá y gestionado por dos organizaciones benéficas cristianas. Los migrantes duermen en delgadas colchonetas y comen en recipientes de espuma de plástico. Un grupo de ellos fue de puerta en puerta a varias embajadas esta semana pidiendo ayuda, pero dijeron que habían sido rechazados en todas ellas.
Elías Cornego, que trabaja con uno de los grupos de ayuda, Fe y Alegría, no escatimó las críticas al nuevo gobierno estadounidense.
“Nosotros consideramos que las políticas del gobierno de Trump son parte de una maquinaria que muele al migrante como que fuera carne”, dijo. “Y eso evidentemente es un problema serio de inhumanidad”.
Un grupo más reducido de deportados, en su mayoría familias con niños, se ha alojado en un hotel de Ciudad de Panamá pagado por UNICEF. Entre ellos hay una pareja casada, cristianos conversos de Irán. Una noche, mientras su hijo de 8 años lloraba desconsolado, ambos padres se inclinaron sobre él, acariciándole la cara.
“No va a la escuela y la vida se ha vuelto repetitiva para él”, dijo el padre del niño.
La pareja había considerado volver a entrar ilegalmente en Estados Unidos, dijeron, y finalmente decidieron que no podían someter a su hijo a más sufrimiento. Mantienen la esperanza de que un abogado del equipo de Serna pueda convencer al gobierno de Trump para que les conceda la entrada como cristianos perseguidos.
Si eso no funciona, dijo el padre, estaba considerando quedarse en Panamá y ya estaba buscando trabajo.
No muy lejos del hotel, Artemis Ghasemzadeh, otra cristiana iraní de 27 años, entró en una iglesia de paredes blancas y se arrodilló en un banco. Ghasemzadeh se convirtió en una especie de líder del grupo tras publicar un video en internet desde su detención en el hotel de Ciudad de Panamá, en el que pedía ayuda al mundo.
Dijo que un sacerdote había ofrecido a los migrantes viviendas colectivas al norte de Ciudad de Panamá, donde serían bienvenidos mientras permanecieran en el país. Las casas tienen cocinas y no tendrían toque de queda, añadió. Estaba considerando la oferta.
“No sé qué pasará después”, dijo Ghasemzadeh. “No sé cuál será mi próximo paso. De momento, estamos en manos de Dios”.
Alex E. Hernández colaboró con reportería desde Ciudad de Panamá, Ruhullah Khapalwak desde Vancouver, Columbia Británica, y un periodista del New York Times colaboró desde Adís Abeba, Etiopía.
Farnaz Fassihi es la jefa del buró del Times para las Naciones Unidas y dirige la cobertura sobre la organización. También cubre temas iraníes y la guerra entre Irán e Israel. Trabaja desde Nueva York. Más de Farnaz Fassihi
Julie Turkewitz es la jefa del buró de los Andes, radicada en Bogotá, Colombia. Cubre Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Perú. Más de Julie Turkewitz