Las guerras comerciales simultáneas del presidente Donald Trump con Canadá, México, China y la Unión Europea equivalen a una enorme apuesta económica y política: que los estadounidenses soporten meses o años de penuria económica a cambio de la lejana esperanza de reindustrializar el corazón de Estados Unidos.
Es enormemente arriesgado. En los últimos días, Trump ha reconocido, a pesar de todas sus seguras predicciones de campaña de que “vamos a tener un auge como nunca antes hemos tenido”, que Estados Unidos puede dirigirse hacia una recesión, impulsada por su programa económico. Pero, en público y en privado, ha estado argumentando que “una ligera perturbación” en la economía y los mercados es un pequeño precio a pagar por traer de vuelta a Estados Unidos los puestos de trabajo en la industria manufacturera.
Sus socios políticos más cercanos están redoblando la estrategia. “La política económica del presidente Trump es sencilla”, escribió el vicepresidente JD Vance en las redes sociales el lunes. “Si inviertes y creas empleo en Estados Unidos, serás recompensado. Reduciremos las normativas y los impuestos. Pero si construyes fuera de Estados Unidos, estarás solo”.
La última vez que Trump intentó algo así, durante su primer mandato, fue un fracaso. En 2018 impuso aranceles del 25 por ciento al acero y del 10 por ciento al aluminio, sosteniendo que estaba protegiendo la seguridad nacional de Estados Unidos y que, en última instancia, los aranceles crearían más puestos de trabajo en Estados Unidos. Los precios subieron y se produjo un aumento temporal de unos 5000 puestos de trabajo en todo el país. Durante la pandemia, se levantaron algunos de los aranceles, y hoy la industria emplea aproximadamente al mismo número de estadounidenses que entonces.
Sin embargo, lo más preocupante fue la serie de estudios posteriores que demostraron que el país perdió decenas de miles de puestos de trabajo —más de 75.000, según un estudio— en las industrias que dependían de las importaciones de acero y aluminio. La producción por hora de los fabricantes de acero estadounidenses también había descendido, mientras que la productividad de la industria manufacturera en general en Estados Unidos aumentó.
El experimento que Trump está intentando ahora es mucho mayor. Y los aranceles de represalia que se están imponiendo a los fabricantes estadounidenses —con los europeos apuntando al bourbon de Kentucky, así como a los barcos y las motocicletas Harley-Davidson fabricados en estados de tendencia electoral incierta como Míchigan y Pensilvania— están cuidadosamente diseñados para causar sufrimiento en los lugares donde los partidarios de Trump lo sentirán más.
“Si Trump va en serio con lo que dice de mantener estos aranceles, está apostando su presidencia a su éxito y a la paciencia del pueblo estadounidense, en un momento en que el pueblo no parece estar con un ánimo paciente”, dijo William Galston, académico de la Brookings Institution.
Es poco probable que Trump se deje disuadir. Lleva décadas defendiendo los aranceles, convencido de su poder para poner fin a lo que considera una era en la que Estados Unidos ha sido desangrado tanto por sus aliados como por sus adversarios. Aunque muchos de sus principales asesores económicos, encabezados por el secretario del Tesoro, Scott Bessent, nunca fueron conocidos por defender amplios aranceles en el pasado, todos ellos saben que la obediencia a la visión de Trump sobre la geoeconomía es el precio de ocupar un lugar de poder e influencia en el club económico del gobierno.
“En la medida en que las prácticas de otro país perjudiquen a nuestra economía y a nuestra población, Estados Unidos responderá”, dijo Bessent la semana pasada en un discurso ante el Club Económico de Nueva York. “Esta es la política comercial ‘Estados Unidos primero’”.
La realidad es que los argumentos de Trump para imponer aranceles están por todas partes, como se han quejado —nunca de forma oficial— una serie de ejecutivos empresariales tras visitar la Casa Blanca en las últimas semanas. Michael Froman, representante comercial de Estados Unidos de 2013 a 2017 y ahora presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, sintetiza los argumentos de Trump en tres categorías.
“Cuando el presidente piensa en aranceles, suele pensar en tres cosas: apalancamiento, ingresos y reindustrialización”, dijo Froman el miércoles.
“El apalancamiento está funcionando, por ahora”, dijo. México y Canadá han ideado planes para reducir la cantidad de fentanilo que cruza la frontera, aunque le estén entregando a Trump programas que aplicaron anteriormente, pero que han reformulado o revivido en respuesta a sus exigencias. Curiosamente, Canadá se ha visto afectada por algunos de los aranceles más duros, a pesar de que muy poco del fentanilo que entra en Estados Unidos llega a través de la frontera canadiense. (El primer ministro saliente de Canadá, Justin Trudeau, dijo la semana pasada: “Lo que quiere es que se produzca un colapso total de la economía canadiense, porque así será más fácil anexionarnos”).
Pero Froman sostiene que la Casa Blanca ya está viendo los rendimientos decrecientes de su estrategia. “Puedes hacer esto una o dos veces y conseguir acuerdos”, dijo, “pero en algún momento los países dicen vamos a tomar represalias”, como han hecho ahora Canadá y la Unión Europea.
A Trump también le encanta la idea de que los aranceles generan ingresos. En su discurso de investidura habló con admiración del presidente William McKinley, quien impulsó enormes aranceles en la década de 1890, y argumentó que ese periodo fue un punto álgido de la política económica estadounidense. “En lugar de gravar a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, impondremos aranceles e impuestos a los países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos”, dijo Trump el 20 de enero. “Con este fin, vamos a crear el Servicio de Impuestos Exteriores para recaudar todos los aranceles, derechos e ingresos. Serán ingentes cantidades de dinero que entrarán en nuestro Tesoro, procedentes de fuentes extranjeras”.
Pero, una vez más, los hechos no siempre son así. Aunque el gobierno estadounidense recaudó más de 60.000 millones de dólares en aranceles de China durante el primer mandato de Trump, también compensó a los agricultores estadounidenses que se vieron afectados por los aranceles de represalia impuestos por Pekín. Eso costó casi lo mismo.
La última justificación que ofrece Trump para los aranceles es que devolverán puestos de trabajo a Estados Unidos. Es un concepto muy arraigado en su psique y en su historia política; manifiesta poco interés en examinar estudios empíricos que puedan enturbiar el panorama.
Por supuesto, por mucho que a Trump le gustaría que todos los productos se fabricaran en Estados Unidos, hay una razón por la que los países comercian entre sí. Algunos tienen una ventaja comparativa para fabricar determinados productos. Otros se encuentran en una fase diferente de desarrollo. Y a veces los países no quieren quedarse atascados fabricando productos de baja tecnología cuando podrían ascender en la escala. Las ciudades al norte de Boston dominaron la industria del calzado del país durante el siglo XIX; hoy son más conocidas por las nuevas empresas de software, los bufetes de abogados y algunos de los inmuebles más caros del país.
Pero en la visión del mundo de Trump, como él mismo reconoció en una entrevista de 2016, lo que importa es la fabricación tradicional. La década de 1950, dijo, era su ideal, cuando la fabricación y el poderío estadounidenses reinaban supremos.
Trump no se impresiona cuando los economistas que atacan sus planes arancelarios señalan que las piezas de los automóviles pueden pasar una decena de veces por la frontera con Canadá antes de su instalación final en un vehículo de producción estadounidense, que será más caro debido a sus aranceles sobre Canadá. O que los sofisticados diseños de los semiconductores más avanzados se envíen una y otra vez a Taiwan Semiconductor, el fabricante de chips con más éxito del mundo, antes de que los propios chips se produzcan en Taiwán, aunque la propiedad intelectual inherente al diseño sea estadounidense.
Una cosa que Trump y su predecesor, Joe Biden, tienen en común es el deseo de que la fabricación de chips vuelva a Estados Unidos. El planteamiento de Biden fue la Ley CHIPS, que se aprobó con apoyo bipartidista y destinó más de 50.000 millones de dólares en fondos federales para poner en marcha inversiones en las plantas de fabricación de chips más avanzadas. En realidad, el concepto se inició en el primer mandato de Trump, aunque al final de su discurso ante el Congreso la semana pasada, lo desestimó.
“Su ley CHIPS es una cosa horrible, horrible”, dijo a los legisladores. “Damos cientos de miles de millones de dólares, y no significa nada. Cogen nuestro dinero y no lo gastan”.
La solución son los aranceles, ha concluido. Si los propios chips se fabrican en Estados Unidos, estarán libres de aranceles.
Su problema es el tiempo. Se tardan años en construir las instalaciones de chips más avanzadas. (Intel acaba de retrasar al menos cuatro años una fábrica que inicialmente prometió que abriría en Ohio en 2025 o 2026). E incluso cuando estén construidas, Estados Unidos seguirá dependiendo de Taiwán para cerca del 80 por ciento de sus semiconductores más avanzados.
No está claro si los votantes estarán dispuestos a esperar tanto tiempo para obtener resultados.
David E. Sanger cubre el gobierno de Trump y una serie de temas de seguridad nacional. Ha sido periodista del Times durante más de cuatro décadas y ha escrito cuatro libros sobre política exterior y los desafíos a la seguridad nacional estadounidense. Más de David E. Sanger